Hay
que leer a Guelbenzu, me dije no hace mucho degustando una de las obras de su
primera época –si puedo permitirme tal licencia crítica-. Hay que leer sobre
todo al primer Guelbenzu. El de las novelas detectivescas posteriores no parece
tan alentador. Hay que leer al escritor de El
mercurio, al de Antifaz, al de La noche en casa. Al autor de los
setenta que todavía estaba lejos de convertirse en capo de los medios de
comunicación culturales.
Hay en ese primer Guelbenzu –en el siguiente
no lo sé- cierto intento de mímesis respecto al estilo elevado, o también
llamado experimental, de los años sesenta y posteriores. Una cadencia que se
muestra en cada línea y que denota la naturaleza de un excelente escritor precoz,
que con apenas veinticuatro años ya había sido finalista del entonces
prestigioso Biblioteca Breve. Pero no es un Benet o un Martín-Santos lo que nos
encontramos en estas líneas, y sobre todo no alguien que pretenda tal cosa. Si
hay que ubicar a este primer Guelbenzu en alguna localización simbólica, antes
debería hacerse en el Castroforte del Baralla de Torrente Ballester que en la Región
de Benet. Con esto quiero decir que su propuesta está lejos de la opacidad
literaria de esta última y sin embargo cercana a la sátira de la primera.
Una sátira que puede entreverse en cada uno
de los elementos que componen obras como La
noche en casa y que dan sentido a personajes como Chéspir y a tramas que en
realidad poseen una trascendencia relativa –en esto sí es Benet-. Son novelas,
también, que presagian al Guelbenzu policiaco de las obras posteriores, y que comparten
en su naturaleza el absurdo de ese estilo negro. Aderezadas además con el
motivo de los estudiantes de los años sesenta –que nos es tan cercano a los del
2010.
Hace
falta leer a Guelbenzu para entender que ese estilo “difícil” y a la postre
netamente español de los años setenta, que vivió a la sombra del sobrevalorado Boom latinoamericano, no se reducía solo a las hazañas de unos tales Benet,
Martín-Santos o Goytisolo, dando como resultado una de las épocas de oro -1962
en adelante- de la novela patria. Los años en que Joyce y Faulkner llegaron de
verdad a España –y que nos perdone don Álvaro Cunqueiro.