Hay
una serie de autores que un escritor no debe leer mientras está gestando
cualquier tipo de texto. Autores cuya escritura goza de un no sé qué que queda,
de tamaño flow que contamina toda dicción prosaica hasta el punto de contagiar
expresiones nunca concebidas por la pluma en cuestión. Hasta el punto de
levantar sospechas entre los más sagaces. Hablo de autores como Henry Miller,
como Georges Perec, como Eloy Tizón, y por supuesto de un autor como Alejandro
Zambra (Santiago de Chile, 1975).
Hace más de un mes que leí esta novela y
volviendo a pensar en ella solo puedo destacar el modo en que el autor chileno
tiene de contarme una historia que en principio no debiera interesarme y que
sin embargo se convierte en valiosa, en rescatable, mediante el peculiar uso
del léxico llevado a cabo por Zambra. Es evidente que este joven escritor no
ha inventado nada y que su prosa está enmarcada dentro de una determinada
tradición veladora de conceptos tales como aquel de “prosa sencilla” –y uno de
cuyos máximos exponentes es el nombrado Perec-. Tradición que no debe ser
confundida con aquella otra del realismo sucio, en donde quizás goce de más
valor lo que no hay frente a lo que de verdad se halla en el papel.
Sin embargo, esta veta estilística cobra en
Zambra –como no podía ser de otra manera- una nueva forma de entender el texto,
mezcla de ornamento y sencillez a partes iguales –resultado similar al
encontrado en autores como Tizón, que a su vez bebe de Cheever-. Es así que no
puede entenderse la obra novelística del chileno sin atender a su faceta
poética, que abarcó los primeros títulos de su andadura y que pervive en cada
párrafo de sus novelas. Dando como resultado ese genuino estilo del que
hablamos y que es culpable de párrafos
como este: “Piensa en esos momentos en que a su madre no le quedaba más remedio
que hablar. Buscaba a las niñas, se demoraba en las palabras, como sintonizando
de a poco un tono dulce y calmo, un tono cuidado, artificial. Entonces, como en
una ceremonia, hablaba claro. Modulaba. Miraba a los ojos”.
En algún sitio se ha dicho que Formas de
volver a casa es solo un título menor en comparación con su aclamada Bonsái
(Anagrama, 2006), pero no puedo encontrar reflexión más desacertada,
puesto que no deja de ser una continuación de lo que de verdad importa en
Zambra: el estilo. Precisamente en otro sitio se ha comentado esto último, en
referencia a una forma de concebir la novela que, a través de sus tres obras
publicadas, se ha agotado –destacando además el exceso de metaliteratura de la obra.
Ninguna de ambas reflexiones puede ajustarse
a lo que de verdad constituye esta novela, que es otro paso en –como dije por aquí en alguna ocasión- una de las obras más prometedoras a ambos lados del Atlántico.
La de Alejandro Zambra.